Mentiras y verdades de la gestión aprista en educación (Parte 2)
¡QUÉ MALA NOTA!
NIÑOS SONRIENTES CON SU LAPTOP PERO SIN LONCHERA. La modernización educativa para el gobierno aprista comienza y termina inaugurando locales escolares, creando colegios mayores[1] y entregando laptop a los estudiantes. Aplausos de pie, pero la verdad es que aún asistimos a una realidad inconmovible: instituciones educativas que aparentemente se encuentran en el siglo XXI, pero que en verdad todavía se encuentran arañando el siglo pasado.
La realidad educativa rural es mucho más triste. Locales que se precian de ser algo cercano a una escuela son, en muchos de los casos, la herencia de la lucha democrática de los sesenta, en los tiempos donde vivíamos aquello que muy bien Arguedas retrató en sus personajes como Rendón Willka, y que posteriormente las ciencias sociales con el enorme aporte de Montoya y Degregori expresaron como el mito de la escuela y el mito del progreso, donde aprender el español, a leer y escribir era parte de una estrategia desde los excluidos que significaba pasar de la oscuridad a la luz, y dejar de mirar hacia atrás, al pasado glorioso del Tawantinsuyo y el retorno del Inca, para mirar el futuro, donde los nuevos peruanos y peruanas puedan pelear desde abajo por su lugar en una sociedad también en litigio. La educación, junto a la reivindicación por la tierra, se convirtió en una de las banderas que miles de campesinos desplegaron para hacerse un lugar en una sociedad tradicionalmente excluyente, para hacerse ciudadanos en el Perú que vivía una gran transformación y reclamaba democracia, modernidad y dignidad.
De los sesenta en adelante nada más importante ocurrió, la escuelita rural multigrado y con “profesores de miércoles” siguió siendo triste y abandonada donde, en medio de la lluvia o nevada, niños, niñas y adolescentes caminan tres a más horas ida y vuelta para ir y venir de clases. La escuelita, construida por la misma comunidad, de pobre adobe y techo de tejas, sin baños, fue mejorada por algunas municipalidades, las ONG o la cooperación internacional, salvo en los casos en los cuales se pudo contar con alguna nueva construcción durante el fujimorato. La escuela rural, y no pocas en las áreas periurbanas son el ejemplo más vivo de la frustración educativa. Sin bibliotecas ni laboratorios, muchas veces sin profesores suficientes, en el caso del campo, sin educación inicial, sin articulación con la primaria, ni esta con la secundaria y menos la superior, las oportunidades educativas no fueron siempre para todos.
Generaciones enteras que se vieron obligadas a migrar, por la crisis y la violencia, pero la escuelita allí quedó, terminando muchas veces en un vehículo de castellanización en poblaciones quechua hablantes o amazónicas, sin adoptar enfoques interculturales y bilingües, lo que las llevo a dejar de lado sus culturas, sus lazos con el ambiente y a olvidar su propia historia. De este modo, la educación dejó de ser un medio de integración para convertirse en la forma más sutil de una nueva exclusión.
Por cierto, nadie pudiera estar en contra de la entrega de laptop a estudiantes y maestros (lo que no se hizo por cierto para estos últimos salvo alguna iniciativa restringida), pero sospechamos que en el imaginario del Señor Ministro (por cierto conocedor de la informática y la computación), hay una fijación en el hardware, en el cambio físico y visible, en el supuesto de la tangibilidad de los medios para producir una nueva educación, en ese sesgo que quien todo lo quiere resolver a partir de fierros y aparatos electrónicos, de equipos sofisticados y la grandilocuencia de las grandes construcciones (la megalo arquitectura inspirada ya saben en quien), pero sin caer en cuenta de que la revolución educativa del siglo XXI está en el terreno de las mentalidades, de los enfoques, de las concepciones y procesos, de lograr un pensamiento educativo moderno, en la renovación de nuestras metodologías de enseñanza, y lograr una educación que enseñe a pensar a los estudiantes (y pensar críticamente), o si se quiere –de acuerdo a las modernas teorías del aprendizaje- con capacidad para lograr una ABP es decir, un aprendizaje basado en la solución de problemas.
Pero, ojo, pestaña y ceja, no tocaremos el tema del uso político del colegio mayor, pero advertimos: cuidado con los adoctrinamientos chapistas y japistas al estilo Casa del Pueblo[2] y, otro si digo: quién nos garantiza que por los miles de ordenadores comprados no se armó una cutra fenomenal amén del diezmo por los locales construidos, pero este es otro tema.
En resumen, observamos que el Señor Ministro ha procedido al igual como sucedió en el pasado, cambiando todo para que todo siga igual, haciendo locales escolares y llenándolos de tecnología pero sin llenarlos de maestros y estudiantes con medios superiores para enfrentar los desafíos de la educación y la vida.
Hoy en día nos podemos preciar que la brecha de cobertura se viene cerrando, que cada vez hay más oferta educativa, pero resulta insuficiente para afirmar que hemos dado un enorme avance para garantizar la inclusión social y la igualdad de oportunidades educativas. El asunto no es pues numérico, la educación en el Perú no sigue una lógica aritmética para decir a mayor número de escuelas mayor educación.
Somos un país todavía con una evidente pobreza educativa, tal vez algo diferente a la denunciada por Sigfredo Chiroque[3] y no reducible a un asunto presupuestario. Sin embargo la pobreza educativa no se combate (sólo) con un mayor número de escuelas, ni aún con las más modernas en su equipamiento. Mirar así el país es pensar que la realidad nacional es homogénea, que las soluciones solo pasan por la infraestructura educativa. Mirar de esta manera el canal de movilidad y ascenso social más formidable de la historia peruana es volver a la lógica de inaugurar un colegio por día, de pensar que estamos implementando una ferretería y no formando ciudadanos y ciudadanas.
El tema de fondo nos lleva a poner en cuestión la calidad de la educación, tanto la que se recibe en una escuela de material precario o la que se brinda en un plantel de tres o cuatro pisos construido con el dispendio del presupuesto nacional. La calidad educativa es determinante del tipo de educación que queremos, en correspondencia al tipo de país que pretendemos cimentar, el tipo de ciudadanía que buscamos forjar, y el tipo de desarrollo que apostamos por construir.
Sin educación no hay desarrollo. Sin calidad no hay educación, pero no es la calidad anodina y aséptica que distingue procesos y productos, no es la certificación de calidad que puede otorgar un nuevo estándar ISO 5000. Es la calidad de reconocer que tenemos una educación acorde con los peruanos y peruanas que necesitamos formar estratégicamente como parte de un proyecto nacional, de país y de sociedad. De eso se trata, que por cierto es un tema difícil de abordar y con el cual volveremos en la parte final de este artículo.
[1]Colegios mayores inspirados, tal vez, a aquellos que crearon en la colonia, donde los españoles y mestizos instruían adocenadamente a los hijos de caciques y demás miembros de la sobreviviente nobleza inca, a fin de incorporarlos al sistema de dominación.
[2] Chapistas y japistas, en alusión a la CHAP y la JAP, Chicos Apristas y Juventud Aprista Peruana, respectivamente.
[3] Sigfredo Chiroque. El mapa de la pobreza educativa. Lima, IPP. 1992.
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